Víctor Lidio Jara Martínez, más conocido como Víctor Jara es uno de esos nombres que no se pueden pronunciar sin que algo se te mueva por dentro. El representa una manera única de mirar el mundo, de cantarlo y de defenderlo incluso en la oscuridad.
Fue un músico, cantautor, profesor, escritor y director de teatro chileno que nació el 28 de septiembre de 1932, en San Ignacio, en una familia humilde donde la sensibilidad estaba a flor de piel. Su madre, Amanda, tocaba la guitarra y cantaba en reuniones campesinas, y quizá allí, en esos primeros sonidos empezó la semilla de todo.
Estudió contabilidad por obligación, pero su destino estaba en otra parte. Primero en la iglesia —donde incluso llegó a plantearse ser sacerdote— y después, ya sin dudas, en el teatro. Ingresó en la Universidad de Chile para estudiar dirección teatral y allí estalló la vida: encontró la escena, la gente, la voz propia. Dirigió obras, escribió, actuó… y en paralelo la música volvió a él como un río inevitable. Y se quedó.
La canción fue su manera más directa de decir las cosas. Canciones sencillas, limpias, canciones que hablaban de campesinos sin tierra, de obreros sin derechos, de madres que esperaban, de un país que merecía más. Formó parte de la Nueva Canción Chilena, ese movimiento hermoso donde la música recuperó su raíz latinoamericana para hablar en plural, no desde los escenarios sino desde la calle.
Se enamoró de Joan Turner, una bailarina inglesa que llegó a Chile por azar y se quedó para siempre. Con ella compartió vida, lucha y esperanza, y juntos formaron una familia donde la cultura era casi una segunda piel.
El golpe de Estado de 1973 cambió todo. Víctor fue detenido el 12 de septiembre y llevado al Estadio Chile, donde lo torturaron y asesinaron por lo que representaba: una voz libre que no aceptaba agachar la cabeza. Su muerte el 16 de septiembre de 1973, es una herida histórica, pero también una prueba de que la palabra puede ser tan poderosa como para incomodar a los tiranos.
Años después, el Estadio Chile pasó a llamarse Estadio Víctor Jara. Allí sigue su nombre, como un latido que no se apaga.
Hablar de él es hablar de alguien que creyó de verdad en la posibilidad de un mundo más justo. Su voz sigue viva porque no pertenece al pasado: pertenece a todos nosotros.
La vida es eterna en cinco minutos.


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