Flora Alejandra Pizarnik fue una poeta, ensayista y traductora argentina que nació en Avellaneda (Argentina) el 29 de abril de 1936 y falleció el 25 de septiembre de 1972. Su poesía, como un espejo roto, refleja las partes más íntimas del alma: la soledad, la muerte, el amor, y la búsqueda incesante de la identidad. Escribía con una intensidad que parecía buscar algo más allá de las palabras, como si cada verso fuera una grieta en la realidad, un espacio donde asomarse al vacío que la habitaba.
Desde joven, Pizarnik sintió la necesidad de escribir, y en 1955, con tan solo 19 años, publicó su primer libro. Su obra poética es una danza constante entre la autenticidad y la expresión, un intento de sacar a la luz aquello que permanece en las sombras del ser. Cada poema suyo parece llevarnos a ese lugar donde las emociones son tan crudas y verdaderas que rozan lo inefable.
Pero Pizarnik no se limitó a la poesía. También incursionó en la prosa, dejando ensayos y diarios que nos muestran las profundidades de su pensamiento, sus obsesiones y sus angustias. Estos escritos nos permiten entrever a una mujer en constante lucha con sus demonios internos, una lucha que a menudo se refleja en sus versos cargados de introspección.
A lo largo de su vida, Alejandra se enfrentó a una batalla contra la depresión, una sombra que está presente en muchos de sus poemas. Esa tristeza que se filtra entre sus líneas es a la vez devastadora y hermosa, porque en su sufrimiento ella supo encontrar una verdad que pocos se atreven a mirar de frente. Lamentablemente, esa misma oscuridad la llevó a quitarse la vida a los 36 años, dejando un vacío en la literatura argentina.
Sin embargo, su legado sigue vivo. Pizarnik es, y siempre será, una poeta cuya obra resuena con quienes han sentido la fragilidad de la existencia, la incomodidad del silencio interior, y la belleza oculta en el dolor. Leerla es sumergirse en un mar de emociones profundas, en el que cada palabra es una llave a lo desconocido, una invitación a explorar los misterios del alma.
Cúrame del vacío
Escribes poemas
porque necesitas un lugar
en donde sea lo que no es.
Alguna vez de un costado de la luna,
verás caer los besos que brillan en mí.
Más allá del olvido.
Ahora
en esta hora inocente
yo y la que fui nos sentamos
en el umbral de mi mirada.
Soy mujer.
Y un entrañable calor me abriga
cuando el mundo me golpea.
Es el calor de las otras mujeres,
de aquellas que no conocí,
pero forjaron un suelo común,
de aquellas que amé aunque no me amaron,
de aquellas que hicieron de la vida
este rincón sensible, luchador,
de piel suave y tierno corazón guerrero.
Y tendremos lejos los relojes y no nombraremos al tiempo. Y haré poemas que iluminarán todos los silencios.
Su sonrisa atraviesa paredes y distancias...
Alguna vez
alguna vez tal vez
me iré sin quedarme
me iré como quien se va.
Alguna vez volveremos a ser
Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarecen, yo hablo.
Que bellezas guardan aquellos que no encuentran su lugar entre tanta gente; no es soledad, es un privilegio no encajar.
Yo no sé de pájaros, no conozco la historia del fuego.
Pero creo que mi soledad debería tener alas.
A veces también se me acaban las sonrisas para ti, a veces también se me acaban las ganas de escribirte. Pero te amo, ojalá lo entiendas, siempre te amo, pero a veces mis abrazos no tienen calor y mi boca no sabe que decir.
Escribir un poema es reparar la herida fundamental, el desgarro. Porque todos estamos heridos.
Nada más intenso que el terror de perder la identidad.
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